El español de Freud
Resumen
Este artículo examina la relación de Sigmund Freud con “la noble lengua castellana”. Freud aprendió español en su adolescencia para leer las Novelas ejemplares de Cervantes y usó esa lengua durante años en su correspondencia con Eduard Silberstein, uno de sus compañeros de escuela. A través de una lectura minuciosa de las cartas y en especial de los pasajes en español, el autor subraya el aspecto homoerótico de la relación entre los dos amigos. El artículo también se interroga sobre la manera en que el joven Freud leyó las novelas de Cervantes y el papel que estas tuvieron en su aprendizaje del español – una lengua que Freud nunca olvidó pero que jamás volvió a escribir.
Muy pocos de los discípulos de Freud sabían que el analista podía hablar, leer y escribir en español. Era un secreto bien guardado, el que Freud ocasionalmente y sólo en las circunstancias adecuadas divulgaba: cuando su traductor le enviaba las primeras versiones en español de sus libros; cuando un joven peruano le hacía llegar una copia del primer libro sobre psicoanálisis escrito en Latinoamérica; cuando un juez mexicano le envió un artículo sobre psicoanálisis y la ley; en todos estos casos Freud dejó en claro que podía leer en español, en general con una mezcla de sorpresa y gozo, como un niño que revela sus aptitudes para practicar un deporte extraño. “En mi juventud” —escribió a uno de sus discípulos latinoamericanos en 1934— tuve el placer de aprender su hermoso idioma, y por eso estoy en posición de apreciar [su artículo]” (N/A, 1934, p. 160). En cada una de estas raras ocasiones, Freud se maravillaba con su propia habilidad para entender una lengua que estaba tan distante de su vida diaria y parecía experimentar una momento fuera de la realidad —como cuando, en 1904, al visitar la Acrópolis por primera vez, le costó trabajo reconocer que la maravillosa construcción que tenía ante sus ojos era en verdad real.[1]
Pero, ¿cómo aprendió Freud español? ¿Y cuándo lo utilizaba? Este idioma ocupaba un lugar muy especial en la vida afectiva de Freud: a diferencia de los otros idiomas que conocía ⎯alemán, francés, inglés y, como los europeos cultos de su tiempo, latín y griego⎯, el español era un lenguaje privado que utilizaba exclusivamente para los rituales de una juguetona sociedad secreta.
Freud aprendió español cuando era adolescente, más o menos a los 15 años. En una carta a Martha Bernays, la niña que después se convertiría en su esposa, le cuenta la historia de este singular empeño lingüístico: estudió sin maestro, junto con uno de sus amigos de gimnasium de Viena, un niño rumano de su edad llamado Eduard Silberstein. Los dos escolares compartían una fascinación por Cervantes, una rica imaginación y el don de aprender idiomas. Con la ayuda de un libro de texto, aprendieron español por su cuenta (E.L. Freud, “The Letters of Sigmund Freud”, 92-94).
Desde el principio, el español fue un lenguaje para la fantasía de los dos niños: formaron una “Academia Española”, una sociedad secreta dedicada al uso del castellano. Aunque la Academia no tenía más miembros que los dos niños, tenía una impresionante estructura burocrática: leyes, artículos, reglas, documentos oficiales e incluso un sello de cera con las iniciales ae.
Poco tiempo después de conocerse, Eduard dejó Viena para ir a estudiar a Leipzig y los dos niños comenzaron a intercambiar cartas. Sus misivas supuestamente estaban escritas por completo en español, “el idioma oficial de la Academia Española” (Boehlich, The Letters from Sigmund Freud to Eduard Silberstein),[2] pero a veces se relajaban y escribían en alemán. Su correspondencia multilingüe continuó por casi una década, hasta que los dos pasaban de los 20 y la vida los había llevado en direcciones muy distintas. Sólo sobreviven las cartas de Freud, y en 1989 fueron publicadas por Walter Boehlich en una edición anotada. Desde entonces, el volumen ha sido traducido al inglés, francés, italiano y español, aunque las cartas mismas han recibido poca atención de los académicos.
La Academia Española fue un juego y la mayoría de las cartas intercambiadas entre los dos niños revela una vida psíquica extremadamente imaginativa. No firmaban sus cartas como Sigmund y Eduard, sino como “Cipión” y “Berganza”, los nombres de los protagonistas caninos de “El coloquio de los perros”, una de las Novelas ejemplares de Cervantes. Freud adoptó el nombre de Cipión y comenzaba sus misivas con el saludo “¡Querido Berganza!”. En algunas cartas, su firma “Cipión”, es seguida de “p.e.h.d.S.”, la abreviatura de “perro en el hospital de Sevilla”, una alusión al escenario del relato de Cervantes, o “m.d.l.A.E.” (miembro de la Academia Española).[3]
Las cartas están escritas en un estilo extremadamente curioso: emplean términos arcaicos como “Vuestra Merced” (Freud, “Cartas de juventud” 39), copiado de los textos cervantinos del siglo xvii, que parecen casi extravagantes cuando los utilizan adolescentes en la década de 1870. Exhiben una forma poco usual de español chapurreado: gramáticamente correcto pero lleno de expresiones extrañas que se leen como traducciones literales del alemán. En una postal escrita el 12 de diciembre de 1871, por ejemplo, Freud le dice a Eduard: “Le ruego a Vm., que viene mañana debajo á la setima clase, porqué no habrá tiempo de venir á el. / Quedo su atento servidor / Cipión” (Freud, “Cartas de juventud” 39). La edición estadounidense traduce esta petición como “I beg Your Honor to go down to the seventh class tomorrow, as I shan’t have the time to go to it / I remain your devoted servant / Cipión,”, una aproximación en inglés que evoca el tono arcaico del lenguaje de Freud, pero sacrifica algunas de las fascinantes características del español original (Boehlich 2). Freud tradujo el verbo alemán herunterzukommen literalmente como “venir debajo”, y después transpuso la sintaxis alemana ⎯incluyendo la posibilidad de partir los prefijos⎯ al español. Escribía sin diccionario, y cuando no sabía la palabra correcta, inventaba un neologismo curioso tomando palabras alemanas y dándoles terminaciones españolas. En una carta escribe: “yo no he enviado arco de geigolina, como V, pedía en su carta” (Jugendbriefe 182; Freud, “Cartas de juventud” 220). Geigolina no es una palabra española, pero su significado queda claro cuando pensamos que Geige es la palabra alemana para violín.
Como juguetonas es la mejor manera de describir de estas cartas. El proyecto completo de la Academia Española era un complejo juego literario, y Freud nunca perdía la oportunidad de extender el truco. Durante un viaje a Inglaterra para visitar a sus parientes, firmó una de sus cartas a Eduard como “perro en la isla de Ingl[aterra]” (Freud, “Cartas de juventud” 179); y en otra propone hacer su correspondencia todavía más española “traduciendo” los nombres de todas las ciudades austriacas y alemanas a sus equivalentes castellanos: Alemania se convertiría en “el hospital de Sevilla”, Berlín aparecería como Madrid y el puerto rumano de Brăila como Cádiz (incluso antes de implantar esta regla Freud se refería continuamente a Freiberg como “Montelibre” en sus cartas) (Freud, “Cartas de juventud” 45).
En algún punto los niños comenzaron a alterar las expresiones idiomáticas genéricas para hacerlas parecer más españolas ⎯y menos descifrables—. “Miembros de la Academia Española” —Freud le escribió a Eduard en una carta— “nunca deben decir que alguien ‘ha muerto’, sino que ha “partido a Sevilla” (Freud, “Cartas de juventud” 150-151).[4] En el mundo de la Academia, incluso la vida y la muerte recibían una inflexión española. Las palabras en español y los lugares castellanos le permitían a los dos niños comunicarse en un lenguaje cifrado que nadie más entendía.
Ocasionalmente, los amigos rompían la regla cardinal de la Academia que requería que toda la correspondencia fuera escrita en español, y se comunicaban en sus otros idiomas. En una postal de 1871, Freud usa el latín para quejarse de un terrible dolor de muelas (Magnis doloribus me dentes afficiunt atque ne —promissa teneam impediunt—, [Me duelen mucho las muelas y me impiden cumplir con mi promesa] bromea) (Freud, “Cartas de juventud“ 37), y en otra carta comenta la arrogancia de otro niño tanto en español como en italiano, y le dice a Eduard que el presuntuoso “Saludaba de un dedo… Salutava d’un ditto” (Freud, “Cartas de juventud” 42). Una de las últimas cartas está completamente escrita en inglés: inicia con un My dear Edward y termina con una advertencia altiva que “wonderful es una exclamación de ignorancia y no el reconocimiento de un milagro”. (Freud, “Cartas de juventud“ 237). Otras cartas incluyen palabras en griego: una disección zoológica es descrita como zooktonos o ciencia “asesina de animales” (Freud, “Cartas de juventud” 193).
Freud no sólo juega con una paleta de lenguajes, sino también con la forma de las cartas que le enviaba a Eduard. Algunas veces describía a la Academia Española como un tipo de edificio, y una de sus cartas más largas estaba estructurada como una casa dividida entre tres pisos textuales (incluyendo un “primer piso” asignado a la “correspondencia literaria y amistoso en general y a la nuestra en particular”) (Freud, “Cartas de juventud” 90). Y en otra ocasión compuso un mensaje breve acerca de las juntas escolares como una bula papal titulada “bulla ‘no podemos’ praesente cadavere” (Freud, “Cartas de juventud” 88). Freud, como un típico adolescente, parece haber estado probando con distintas identidades: un día era un español, al siguiente hallaba griego, o un arquitecto o incluso Su Santidad el Papa.
Algunas de las cartas están escritas en una mezcla de español y alemán, un curioso Spandeutsch que combina el vocabulario y la sintaxis de los dos idiomas. Encontramos un ejemplo revelador de este curioso bilingüismo en el relato que hace Freud de su interés por Gisela Fluss, una niña de Freiberg que Freud conoció alrededor del año 1872:
Ich muß bedauern, meine Kraft verteilt zu haben, und wie das nicht wiederholen, was in meinem Tagebuche ohnedies steht. Deshalb will ich nur sagen, que he tomado inclinacion para la mayor llamada Guisela que partirá mañana y esa ausencia me devolverá una firmedad de la conducta que hasta aquí no he conocido… Und nun, ich bin des trockenen Tones satt, ist das Leben nicht eines der sonderbarsten Dinge, die auf der Welt existieren? (Jugendbriefe 17).[5]
[Tengo que lamentar el haber repartido mis fuerzas y no quiero repetir lo que de todos modos está en mi diario. Por eso sólo quiero decir que he tomado inclinación para la mayor llamada Guisela que partirá mañana y esa ausencia me devolverá una firmedad de la conducta que hasta aquí no he conocido… Y ahora —ya estoy harto de ese tono seco— ¿acaso la vida no es una de las cosas más asombrosas en el mundo?] (Freud, “Cartas de juventud” 51).[6]
En esta carta el alemán y el español tienen distintos propósitos: el alemán transmite ideas abstractas, pensamientos racionales y preguntas filosóficas (“He dividido mis fuerzas”; “¿no es la vida una de las cosas más asombrosas del mundo?”). El español, en cambio, expresa afecto; es el lenguaje del amor y de la atracción. La única mención que hace Freud de Gisela es en español a la mitad de la oración. La primera cláusula, “déjame decirte”, una expresión retórica que por sí misma carece de contendo afectivo, está escrita en alemán, en tanto que la segunda explica en español los sentimientos de Freud por Gisela: “Deshalb wir ich nur sagen, que he tomado inclinacion para la mayor llamada Guisela.” El español es el lenguaje de la “inclinacion” que no puede decir todavía su nombre en alemán.
Estos primeros textos freudianos proponen un número de preguntas que quiero abordar en este capítulo: ¿por qué dos niños que hablan alemán eligen el español como el “idioma oficial” de su correspondencia? ¿Por qué basaron su juego literario en “El coloquio de los perros”, una de las más difíciles y recónditas de las novelas cervantinas? Sobre todo, ¿qué significaba el español para Freud, quien crecería para desarrollar una teoría en la que todo, desde los sueños hasta los tics involuntarios, totalmente lleno de significados inconscientes y contenidos afectivos?
Los pocos psicoanalistas que han escrito acerca de la correspondencia entre Freud y Eduard Silberstein se han enfocado en un detalle más bien oscuro: una referencia que se halla en varias cartas a una persona que ambos niños llaman Ictiosauria, un animal prehistórico que el Diccionario Oxford de la Lengua Inglesa define como un “reptil marino extinto de la era mesozoica parecido a un delfín”, y que aparece como el protagonista de “Der Ichtyosaurus”, un poema cómico del autor del siglo xix Joseph Victor von Scheffel (Gedo y Wolf 90). Varios críticos, empezando por Ernest Jones y siguiendo con Kurt Eissler y Walter Boehlich, han propuesto que este nombre era una clave para referirse a Gisela Fluss. Las cartas a Eduard, explican, documentan su primer amor adolescente, o por lo menos su primera infatuación de juventud (Jones, Vida y obra de Sigmund Freud). Otros especialistas, incluida Ángela Ackermann Pilári, la crítica argentina que publicó la edición en español de las cartas entre Freud y Silberstein, está en desacuerdo con la insistencia de Jones de leer Ictiosauria como el nombre afectivo para Gisela Fluss, y dice que no hay evidencia que apoye esta afirmación (Freud, “Cartas de juventud” 17-19).
En cualquier caso, los especialistas han exagerado la importancia tanto de Gisela Fluss y como de Ictiosauria en las cartas. Una lectura cuidadosa de estos documentos no revela una fascinación con Gisela Fluss —o en todo caso, con ninguna otra niña—. Lo que sí es verdad es que Freud le escribió a Eduard que le gustaba Gisela Fluss —“he tomado inclinación para la mayor llamada Guisela” (Freud, “Cartas de juventud” 51)— pero no debemos ir más allá de esta declaración: Freud mismo había reconocido que no tenía intención de actuar en pos de esta “inclinación” por Gisela: “En lugar de acercarme a ella —le escribió a Eduard— me he mantenido distante, y nadie, ni siquiera ella, sabe nada de esto” (Freud, “Cartas de juventud” 51). El gusto de Freud por Gisela parece ser tan real como la bula papal o las leyes que redactó con Eduard: es apenas un juego retórico, muy parecido a los sonetos renacentistas, en los que el amado es sólo una excusa para escribir una composición literaria.
Suficiente sobre Gisela. Ictiosauria, por otra parte, inspiró una de las creaciones más elaboradas de la Academia Española. En 1875, Freud y Eduard compusieron un Hochzeitscarmen, un epitalamio sobre la boda de la Ictiosauria, firmado por “un Homérico de la Academia Española”. Boehlich leyó este poema como evidencia de que Freud estaba en verdad enamorado de la niña oculta tras el seudónimo saurio y tenía el corazón roto cuando ella se casó con otro hombre. “Toda su tristeza oculta ⎯escribe Boehlich⎯ no se compara con la tristeza de esta separación” (20). Pero sólo hace falta leer el poema para darse cuenta de que, sin importar la verdadera identidad de la Ictiosauria, Freud no lo escribió para expresar dolor o desilusión. El “Hochzeitscarmen” es un simulacro de épica en la que se presenta un retrato paródico de la novia, su novio y la boda. Inicia con los siguientes versos:
Cántame, oh Musa, las glorias de la Ictiosauria communis,
antes poderosa en el Lías y otras formaciones
que fue un modelo resplandeciente de la Academía,
de tal modo que puso un precio a su imagen (Boehlich 187)
El tono épico indica que el poema entonará una celebración de la Ictiosauria y una oda a sus logros, pero después de unos cuantos versos grandilocuentes, el lenguaje cae a un registro más bien paródico, como vemos en la siguiente descripción de su cuerpo:
No era muy alta de estatura, no se igualaba al álamo,
[…]
cual la esfera se mostraba y plena y magníficamente redondeada,
redondo el rostro, con los ojos radiantes de ingenio,
redondo el cuerpo que la envolvía, y si el poeta tiene licencia
de penetrar con la mirada lo que está velado al ojo vulgar
no duda de que el principio de lo redondo de las formas sea el que garantice
al feliz esposo lo que le revelarán las delicias de la noche (Boehlich 188).
La pobre Ictiosauria no sólo es regordeta sino también tiene que vivir con unas voluminosas nalgas.
El “Hochzeitscarmen” incluye igualmente otros detalles poco favorecedores acerca de Ictiosauria: machaca el idioma cada que intenta hablar francés (“oíste murmurar la lengua de los galos con labios rebosantes de orgullo”); y sus únicos talentos son remendar calcetines (“Pronto crece en sus manos el calcetín al castañeteo de las agujas”) y filetear pescado (“Con destreza parte el cuerpo del arenque y lo lava con agua”). El poema concluye con un remedo de bendición —o ¿será una maldición? — para los recién casados: “y así deseo que cumplan los dos el destino de la vida /cual insectos y gusanos que pueblan nuestra Tierra / sin alteración alguna en su capacidad de respirar y de alimentarse / nunca rozados por el intelecto, esto les desea la Academía” (Boehlich 189-190).
Boehlich realiza unas acrobacias hermenéuticas impresionantes para argumentar que el “Hochzeitscarmen” revela el dolor y la desilusión intensos de Freud porque Gisela se fue con otro hombre, pero la mayoría de los lectores sin duda se darán cuenta de que la caricatura de esta bestia regordeta, remendadora de calcetines, observante de las reglas kosher, es un relato lúdico y jovial que está lo más lejos posible de las heridas narcisistas que el crítico alega (Boehlich 20).
La elección del apodo para la bestia revela que Freud no tenía en muy alta estima a la niña que inspiró el poema. Los ictiosaurios, según el Diccionario Webster, eran “un orden de reptiles marinos del mesozoico abundantes en el Lias; con un cuerpo ictioide, hocico alargado, cuello corto, aletas dorsales y caudales, extremidades modificadas como aletas de huesos aplanadas y las falanges multiplicadas; ademásde uno a cuatro dedos, ojos muy grandes y protegidos por un anillo de placas escleróticas óseas y una gran cantidad de dientes dispuestos para atrapar peces”. Era una bestia horrible y Freud, como el adolescente juguetón que era, probablemente le puso este apodo zoológico a una niña en su círculo que no era conocida ni por su encanto ni por su belleza.
A pesar de que a Gisela e Ictiosauria las mencionan, las cartas de Freud revelan una fascinación sostenida junto con otro amigo de la infancia: Eduard Silberstein, el compañero con el que creo la Academia Española. Los críticos, cuando van en busca del primer amor de Freud, generalmente pierden el camino dadas las referencias oscuras de algunas niñas en esta correspondencia y no toman en cuenta este rico y detallado relato de una amistad apasionada. En casi cada carta, Freud expresa sentimientos muy intensos por su amigo ⎯incluidos los altibajos de una amistad adolescente típica⎯ en los pasajes más líricos y poéticos. Como la carta robada de Poe, el objeto de la pasión adolescente de Freud es tan conspicuo que ha pasado inadvertido para los críticos vehementes que buscan hallar la clave de la hermenéutica secreta de estas cartas.
Freud le escribe a Eduard con una expresividad poco usual, con una pasión tan intensa que sus mensajes se leen más como cartas de amor que como misivas amistosas. Sus cartas “expresan una añoranza adolescente por verter sus ambiciones y sus miedos en un único e íntimo amigo”, como ha dicho Phyllis Grosskurth (1991, pp. 1-2). Y como S. B. Vranich ha apuntado: “nunca como en la infancia de Freud hallamos una identificación tan fuerte” (81).
La relación era íntima, no cabe duda: Freud envió a Eduard una foto suya (con un poema escrito al reverso) (Freud, “Cartas de juventud” 136) y pidió —no menos de cinco veces—[7] a Eduard que respondiera de igual modo. Eduard escribió nocturnos a Freud (Cartas de juventud 54), y en algún momento discutieron la posibilidad de ser compañeros de casa en Berlín para compartir “la simpleza y la poesía de Arcadia de la A. E.” mientras estaban en la universidad, pero el plan se vino abajo (si no, Silberstein habría pasado a la historia por ser el compañero de casa de Freud durante los estudios universitarios). Freud le dice a su amigo que ansía estar con él y con nadie más: “mientras tenga tiempo, prefiero pasarlo contigo nada más. Sospecho que tenemos mucho que decirnos como para necesitar a un tercero como público” (Cartas de juventud 54). La correspondencia está tan llena de dulces naderías que Freud en algún momento repara en que se han convertido en marido y… marido: “Eres mi amigo desde hace muchos años —le escribe en 1873— unido a mí por vicisitudes comunes y la Academia Castellana” (Freud, “Cartas de juventud” 87). A pesar de su estructura burocrática, complicada por reglas y ordenanzas oscuras, la Academia era tan progresista políticamente que ya prefiguraba el matrimonio de destinos comunes que se conoce en el siglo xxi como matrimonio homosexual.
Como cualquier amante, Freud trata de mantener en secreto su correspondencia con Eduard. En alguna ocasión se despidió con la dramática advertencia: “No mano otra toque esta carta” (Freud, “Cartas de juventud” 58). Y en varias cartas le pide a su amigo ser discreto: “Espero que ni muestres mis cuartillas a nadie si alguien se las pide de ti, porque quiero escribir con toda ingenuidad y sobre todas las cosas, que me empeñan” (Freud, “Cartas de juventud” 64) (preocupado por las posibles filtraciones, un Freud intranquilo le pregunta a su amigo: “¿a quién más enseñas entonces mis cartas?”) (Cartas de juventud 69). La confidencialidad es una consideración constante en esta correspondencia: Freud ansía reunirse con Eduard para que los dos puedan continuar sus “estudios secretos” (Freud, “Cartas de juventud” 53) y sus “caminatas secretas” (Cartas de juventud 137) e incluso se refiere a Cipión y Berganza como “nuestros… nombres secretos” (Cartas de juventud 173). Para estos dos jóvenes el español se convirtió en una capa de sigilo para proteger sus confidencias.
Freud expresaba lo que sentía por Eduard con una claridad y elocuencia poco usuales para un adolescente. Consideremos, por ejemplo, el siguiente pasaje de una carta fechada el 9 de septiembre de 1875, en la que Freud, anticipando su reunión con Eduard, está rebosante de alegría. “Estoy muy contento”, escribe,
de que recientemente hayas tenido ocasión de servirte de la noble lengua castellana… y yo estoy ansiando las horas y los paseos del año próximo, cuando, después de una separación de 12 meses, con la interrupción de tres días pasados juntos, intercambiaremos palabras y, si Dios quiere, también pensamientos: realmente creo que no nos desharemos nunca más el uno del otro; aunque amigos por libre elección, estamos sin embargo pegados como si la naturaleza nos hubiera puesto en el mundo como parientes de sangre; creo que hemos llegado tan lejos que ahora el uno ama en el otro la mera persona [der eine im andern schon die bloße Person liebt] y no, como antes, sólo sus buenas cualidades; y si mañana, por un acto indigno, te mostraras totalmente diferente de la imagen [Bild] que conservo de ti, preveo que no podría dejar de desearte lo mejor. Casi se ha convertido en un vicio [Schwäche] y me he regañado ya varias veces por él (Freud, “Cartas de juventud” 180).
Ésta es una de las cartas de amor más apasionadas de Freud. En contraste con los pasajes sobre Gisela, los cuales son planos, cortos y predecible, su afecto por Eduard se derrama en las frases líricas e imágenes poéticas que pone sobre la hoja. Gisela era el objeto pasivo de una “inclinación” tímida, pero Eduard aparece como el compañero voluntario en una fantasía de “añoranza”, “intercambios”, “uniones”, “debilidades” y amor adolescente. Este flujo de palabras cargadas está antecedido por una mención al español, “la noble lengua castellana”, pero curiosamente, la página completa está escrita en alemán, como lo están la mayoría de las exteriorizaciones que hace Freud de su afecto por Eduard ⎯una violación flagrante al precepto fundamental de la Academia Española que requería que sus miembros se comunicaran exclusivamente en español.
Freud expresa su interés por Gisela en español, pero usa el alemán para escribir sobre su amor por Eduard. El español era el idioma de las historias de Cervantes y de la Academia Española, la institución imaginaria inventada por los jóvenes: era el idioma de la literatura, de las historias extravagantes y de los personajes de ficción. La elección de Freud del español para escribir acerca de su interés romántico por Gisela indica que esa historia de amor ⎯como el romance entre Don Quijote y Dulcinea⎯, era un producto de la imaginación de Freud, una invención fantástica. Su afecto por Eduard, en cambio, era real y los sentimientos que desenterró eran demasiado intensos y demasiado sobrecogedores como para ser expresados en otro idioma que no fuera su lengua materna. El español era el idioma de la fantasía; el alemán el de la realidad. En contraste con el español de Freud, que era torpe y vacilante como lo es una lengua aprendida en un libro de texto, su alemán, incluso a la temprana edad de 19, era elegante y lírico, una prefiguración de la prosa que habría de dominar el Freud adulto. Y en ningún lugar fluía el alemán tan delicadamente ⎯adornado con imágenes pastoriles y giros lúdicos⎯ como cuando escribía de su amor por Eduard. El contraste entre el español acartonado de Freud y lo expresivo de su alemán es evidente en la elección de palabras: Gisela era el objeto de una “inclinación”, un término frío y sin afecto, mientras que Eduard era el foco del “Liebe” de Freud, una pasión llena de Sturm und Drang.
Pero la amistad entre los dos jóvenes no siempre era grata: incluía, como la mayoría de los amores adolescentes, episodios de inseguridad, de dudas y de celos. La escena más dramática ocurrió a principios de 1875, cuando Eduard le escribió a Freud para contarle de su interés por una chica de 16 años que había conocido en Leipzig, donde estudiaba. A pesar de que el romance de Eduard era tan inofensivo ⎯y tan irreal⎯ como su “inclinación” por Gisela, Freud se molestó e intentó disuadir a su amigo de continuar el intercambio de una “correspondencia secreta” que amenazaba la exclusividad del acuerdo epistolar entre los dos amigos.
“Estás cometiendo un error —sermoneó Freud a Eduard—… te perjudicas a ti mismo y a mí me causas una profunda tristeza si accedes a la irreflexiva simpatía con la que te amenaza una muchacha de 16 años, y si te aprovechas de ella, cosa que podría suceder en consecuencia.” Freud deja atrás la complicidad juguetona y la camaradería de la mayoría de las cartas para adoptar un tono grave y erigirse como una especie de superyó, juzga el comportamiento de Eduard y le advierte acerca de las consecuencias catastróficas de su coqueteo: “Por eso no seas tú el motivo de que una muchacha que apenas ha superado la infancia transgreda por primera vez la ⎯justa⎯ norma de la moral, teniendo encuentros contigo contra la voluntad de sus padres y carteándose contigo que eres un extraño… ¿No es excesivo esto en función de la satisfacción de un capricho romántico?” (Freud, “Cartas de juventud” 144-145).
Freud continúa sermoneando a su amigo durante varios párrafos y concluye con el siguiente consejo:
Me quedaría muy contento si, en vez de reírte de mi tono de sermón —que no puedo evitar a pesar mío— me hicieras caso y no tuvieras encuentros ni correspondencias secretos. Y si no te consideras lo bastante fuerte, de versa, vuelve a Viena… ¡Qué vergüenza sentiría si volvieses a Viena y yo tuviera que silenciar un episodio de tu vida en Leipzig ante nuestros conocidos y mis padres! Hasta aquí este tono seco. Comprenderás mis ruegos y mi preocupación. Todo lo demás puedo dejarlo a tu juicio (Freud, “Cartas de juventud” 145).
En esta carta vemos a un joven Freud atormentado por los celos y dispuesto a utilizar todas las armas retóricas a su disposición para alejar a Eduard de la chica: construye un escenario catastrófico de honor perdido y virginidad desgraciada que evoca las escenas seudo-caballerescas de Don Quijote, un libro que Freud le regaló a Eduard en 1875;[8] apela a la razón, al sentido del deber y al respeto por el decoro social de su amigo y, en caso de que todas estas estrategias fallen, recurre al chantaje emocional, advirtiéndole a Eduard que se verá obligado a divulgar los detalles de sus seducciones con “nuestros conocidos y mis padres”.
Freud escribió los pasajes antes citados en alemán, otro ejemplo de cómo recurría a su lengua nativa cada que necesitaba expresar sentimientos intensos y emociones complejas: el torrente de inseguridades y ansiedades que los celos adolescentes desataban eran demasiado abrumadores para comunicarse en otra lengua que no fuera la suya. Como explicó alguna vez: “Sentí el impulso de decirlo todo, y esto sólo pude hacerlo en la lengua materna” (Freud, “Cartas de juventud” 54).
Los historiadores del psicoanálisis, de Jones a Boehlich, han heterosexualizado con toda prontitud al joven Freud, y su actitud es comprensible: es difícil pensar en el Doctor Freud, tan frecuentemente presentado como un caballero barbado con su puro, como otra cosa que no sea la personificación de la masculinidad vienesa. Pero la correspondencia con Eduard Silberstein muestra a un Freud completamente distinto: un joven en medio de la adolescencia, un periodo transicional en el que la identidad es extremadamente maleable, que ha dejado atrás las infinitas posibilidades de la infancia pero no se ha confinado a los estrechos caminos de la adultez. Como adolescente, a Freud lo sacudía la ambivalencia libidinal ⎯se sentía atraído tanto por niños como por niñas⎯ pero, también, por una ambigüedad lingüística menos común que lo llevaba a cambiar del alemán al español, dependiendo de la intensidad de sus afectos.
Freud amaba a las niñas en español y a los niños en alemán. Como su dominio de la lengua de Cervantes, su afecto por las niñas era torpe, rígido y académico. Su pasión por los niños, en cambio, se expresaba con fluidez y naturalidad en la lengua de Goethe y el romanticismo alemán. Freud exploró su actitud ante ambos géneros en las dos lenguas que algunas veces se mezclaban en un extraño patois: una bisexualidad bilingüe ⎯una ambigüedad lingüístico-afectiva que hace que sus cartas a Eduard Silberstein sean un tesoro de síntomas de lo que William J. McGrath ha llamado la “adolescente Sturm und Drang” (59).
Los perros de Freud
Como la mayoría de los adolescentes, Freud tenía una imaginación vívida y a veces jugaba ser otra persona: cuando le escribía a Eduard ya no era Sigmund, sino Cipión, uno de los protagonistas caninos de “El coloquio de los perros”. La pregunta acerca de por qué Freud se sentía identificado con este personaje literario al punto de adoptar su nombre y firmar sus cartas como “perro en el hospital de Sevilla”, ha confundido a los estudiosos cervantinos: ¿Cómo mediaba Cervantes la amistad especial entre los dos jóvenes? ¿Por qué eligió Freud esta novela corta oscura en lugar del más canónico Don Quijote? ¿Cómo se relacionan estos perros con la identificación afectiva de Freud al español?
“El coloquio de los perros” es la última de las Novelas ejemplares, una colección de 12 novelas que Cervantes escribió entre 1590 y 1612, y publicó en 1613. Ésta cuenta la historia de dos perros que se conocen en el hospital de Valladolid y, habiendo adquirido el don del habla, pasan una larga noche entregados a la conversación. Uno de los perros, Cipión, escucha y hace preguntas capciosas, mientras que el otro, Berganza, cuenta sus aventuras picarescas mientras sirve a varios amos ⎯entre ellos, un pastor, un comerciante adinerado, un alguacil, un soldado, un gitano, un moro, un poeta y un grupo de actores⎯ y mientras vivió en lugares tan distintos como un matadero, una casa burguesa, un campo de pastores y un hospital. Independientemente de a quién sirviera o dónde viviera, el perro siempre salía golpeado, pasaba hambres, era engañado, mutilado, y ⎯en un episodio que analizaré después⎯ acosado sexualmente. La moraleja del cuento de Berganza es que los seres humanos, sin importar la raza, el género, la clase social o la nacionalidad, son crueles, envidiosos y corruptos.
A pesar de su reparto variopinto ⎯perros que hablan, brujas lascivas, y campesinos embusteros⎯ “El coloquio de los perros” es uno de los textos cervantinos más oscuros y difíciles. En contraste con la prosa ligera de Don Quijote, o las tramas sencillas de novelas como “La gitanilla” o “La española inglesa”, “El coloquio” tiene una prosa laberíntica, interrumpida constantemente por las digresiones de Berganza, las protestas de Cipión y las interminables disquisiciones metafísicas sobre temas que van desde la maldad inherente al ser humano hasta la etimología de la palabra “filosofía”. Cipión, frustrado con estas incontables distracciones, compara los enunciados de Berganza con los tentáculos de un pulpo. Alban Forcione, uno de los lectores más avezados del “Coloquio”, ha propuesto que la estructura misma de la historia es como la de un pulpo, con su proliferación de tentáculos narrativos enredándose en la mente del lector. La sintaxis y el vocabulario de la historia son igualmente difíciles, tanto que hacen que secciones completas sean muy herméticas incluso para los cervantistas más curtidos.
Dada su complejidad sintáctica y lingüística, sorprende que un niño austriaco de 15 años haya elegido “El coloquio” para aprender español. Desde la publicación de su correspondencia con Silberstein, los especialistas han intentado descifrar la fascinación de Freud con esta novela y han propuesto algunas preguntas que permanecen, en su mayoría, sin respuesta. ¿Cómo encontró Freud por primera vez “El coloquio”? ¿Cuánto de su idioma complejo entendió? Y ¿por qué se identificó con uno de los protagonistas caninos de Cervantes al punto de adoptar su nombre?
En un artículo sobre la influencia de Cervantes en Freud, León Grinberg y Juan Francisco Rodríguez indican ciertos paralelos entre “El coloquio” y las teorías psicoanalíticas de Freud: la novela tiene dos protagonistas, uno que escucha con atención mientras el otro habla, y lo interrumpe sólo para pedir aclaraciones o para ayudarle al otro con su narración. En las primeras páginas, Cipión le dice a Berganza: “Habla hasta que amanezca… que yo te escucharé de muy buena gana sin impedirte sino cuando viere necesario” (Cervantes 446). Grinberg y Rodríguez creen que la relación entre los dos perros evoca una “atmósfera psicoanalítica”, con Berganza en el papel del paciente: “observamos cómo Berganza comienza por preguntar por su verdadera identidad, junto con su terapeuta Cipión, acerca de sus padres reales y sus orígenes y su historia de vida” (158). Los críticos señalan que Freud se identificaba con Cipión, el escucha analítico, y dejó que su amigo Eduard asumiera el papel de Berganza, el sujeto hablante. Otro cervantista respetado, E. C. Riley, cree que “la elección de los roles es obvia. Freud/Cipión era el dominante y el más didáctico de los dos, la fuerza conductora del juego y del intercambio epistolar” (5). En el mismo sentido, S. B. Vranich dice que Cipión es claramente “el que intenta entender, aconsejar y guiar, y quien escucha pacientemente mientras Berganza se desembaraza, cuenta sus desventuras, traumas, trivias, pensamientos confusos y sueños” (80). Incluso Grinberg y Rodríguez alegan que uno de los temas más prominentes en “El coloquio”, la dificultad para distinguir la realidad de la fantasía, corresponde a uno de los conceptos fundamentales del psicoanálisis (156).
Otros críticos han asegurado que el interés juvenil de Freud por Cervantes prefigura su futura “capacidad para identificarse con grandes hombres” (o, en este contexto, ¡con grandes perros!) (Freud’s Novelas Ejemplares 90). Grinberg y Rodríguez interpretan la identificación del joven con Cipión como una expresión de su “sueño quijotesco de ser un gran hombre que conquista el mundo al crear el psicoanálisis” (160). Joseph Beá y Víctor Hernández (1984) añaden que Freud y Cervantes tenían mucho en común: “ambos admiraban a héroes militares… y ambos se convirtieron en realidad en héroes capaces de ‘conquistar’ al enemigo a través del entendimiento y la palabra” (143-144).
Además de los cervantistas, los psicoanalistas también han intentado adivinar el interés de Freud por “El coloquio”. Kurt Eissler, un analista influyente y uno de los fundadores de los archivos de Freud, ha interpretado la identificación del joven con Cipión como un “producto sintomático” que revela los conflictos internos y las angustias de una adolescencia turbulenta (461-517). William J. McGrath, otro crítico con disposición analítica, propone que “El coloquio”, como Don Quijote, “le dio a la vida fantasiosa de Freud un panteón de héroes que habrían de afectar sus pensamientos y sus emociones durante muchos años por venir” (93).
Sin embargo, ninguna de estas interpretaciones toma en cuenta el vínculo entre el interés de Freud por “El coloquio” y su intensa amistad con Eduard Silberstein. Pero como veremos, las dos actividades que consumían casi todo el tiempo del Freud adolescente, leer a Cervantes y escribirle a Eduard, eran experiencias muy cercanas.
Hay varios elementos en “El coloquio” que hacen eco de los temas principales de la correspondencia entre Freud y Eduard. Como la Academia Española, “El coloquio” es un mundo exclusivamente masculino. Los dos únicos miembros de la Academia son muchachos, y los dos protagonistas de “El coloquio” son dos perros machos. La Academia es una plataforma para estrechar lazos entre hombres, y lo es también el uso del lenguaje para Cipión y Berganza, que pasan toda la noche compartiendo historias de vida (sólo Berganza habla, pero al estructurar la historia, Cervantes da a entender que habrá una segunda parte, que nunca escribió, en la que Cipión contará su historia). Todos los amos de Berganza son hombres, y a lo largo de su conversación los dos perros privilegian modelos masculinos.
Más importante aún, cada una de las mujeres que Berganza se topa durante sus aventuras picarescas resulta ser mentirosa, tramposa y corrupta ⎯una representación de la feminidad que es paralela a la representación negativa de las niñas en la correspondencia entre Freud y Silberstein. El primer personaje femenino en hacer su aparición en “El coloquio” es una “mujer muy hermosa” quien, después de distraer a Berganza con su hermosura, le roba la comida; luego está la criada lasciva que mete hombres a escondidas a la casa de su amo; una regenta que chantajea a sus clientes; y, finalmente, una banda de gitanas que “emplean […] sus embaimientos y embustes” para robarle dinero a los extraños (Cervantes 490).
Pero de todas las mujeres desagradables que encuentra Berganza, una resalta como el monumento a los horrores de la feminidad. Casi al final de la historia, mientras Berganza hace trucos de circo en la calle, se le aproxima una vieja bruja llamada Cañizares que lo atrae a su casa con la promesa de contarle la historia de su nacimiento. Le dice a Berganza que él en realidad es un ser humano, y que ha sido convertido en perro por un maleficio. Intenta besarlo en la boca ⎯cosa que el perro halla repulsiva (Cipión está de acuerdo con él y le dice: “Bien hiciste porque no es regalo, sino tormento el besar ni dejar besarse de una vieja”) (Cervantes 479) ⎯ y con el pretexto de revelarle más detalles acerca de su misteriosa metamorfosis canina, Cañizares somete al perro a un extraño ritual en el que ella se desnuda y unta su cuerpo con un ungüento extraño. Si las aventuras previas de Berganza le habían inspirado cierto grado de misoginia, ver el cuerpo desnudo de Cañizares lo hace entrar en pánico: “me dio gran temor —le dice a Cipión— verme encerrado en aquel estrecho aposento con aquella figura delante, la cual te pintaré como mejor supiere”. Y procede a pintarle el siguiente horripilante retrato:
Ella era larga de más de siete pies, toda era notomía de huesos, cubiertos con una piel negra, velluda y curtida: con la barriga, que era de badana, se cubría las partes deshonestas, y aun le colgaba hasta la mitad de los muslos: las tetas semejaban dos vejigas de vaca secas y arrugadas: denegridos los labios, traspillados los dientes, la nariz corva y entablada, desencajados los ojos, la cabeza desgreñada, las mejillas chupadas, angosta la garganta, y los pechos sumidos: finalmente toda era flaca y endemoniada (Cervantes 486-487).
De todas las desventuras que experimenta Berganza durante su vida canina, el encuentro con el cuerpo de la bruja Cañizares resalta como la más traumática. El miedo “se apoderaba” de él, y la quería morder, pero “no hallé parte en toda ella que el asco no me lo estorbase” (Cervantes 487). Sobrecogido por esta visión abyecta, Berganza estalla, se enfurece y ataca a la bruja en la que es sin duda la escena más sádica de toda la novela. “Sacudime, y asiéndola de las luengas faldas de su vientre, la zamarreé y arrastré por todo el patio; y ella daba voces, que la liberaran de los dientes de aquel maligno espíritu.” (Cervantes 488).
Alban Forcione demuestra que el episodio de Cañizares es el punto focal de “El coloquio”: la bruja personifica los temas de la monstruosidad y lo grotesco que son tan sustanciales para la historia. “La descripción de Berganza del cuerpo desnudo de la moribunda Cañizares ⎯escribe Forcione⎯ es sin duda la más horrenda de los numerosos pasajes en una obra que cultiva lo feo en todos los niveles, y su detalle más desagradable es la descripción de su gigantesca panza.” (Forcione 78). El cuerpo femenino aparece como el epítome de lo monstruoso: son sus atributos femeninos exagerados ⎯sus senos caídos, sus genitales cubiertos por pliegues colgantes de grasa⎯ los que hacen que la bruja sea así de espeluznante.
“El coloquio” es a fin de cuentas una historia de vinculación masculina en la que Cipión y Berganza pasan la noche juntos en el hospital de Valladolid contando historias y haciendo uso del idioma para intimar. Su comunicación platónica está asediada por el espectro de las mujeres, quienes aparecen como engañosas, inestables y terroríficamente carnales. Incluso la única perra en la novela ⎯una perrita faldera y escandalosa que aparece en la última página para brincar de los brazos de su dueña y morder al pobre de Berganza⎯ inspira en el protagonista masculino una explosión de fantasías sádicas: “Si yo os cogiera, animalejo ruin, en la calle, o no hiciera caso de vos u os hiciera pedazos entre los dientes” (Cervantes 501). Los dos machos se unen a través de la conversación, pero también a través de la expresión de su horror por la sexualidad femenina.
Los lectores pueden objetar que esta interpretación exagera la importancia de los personajes femeninos en “El coloquio”. Después de todo, uno puede argumentar que en esta oscura historia todos los seres humanos, tanto hombres como mujeres, aparecen como egoístas y corruptos. Incluso Cañizares puede parecer más horrorosa por ser bruja que por ser mujer. ¿No es exagerado enfocarse en un episodio como prueba de que “El coloquio” gira en torno al horror a la feminidad? ¿No sería más apropiado leerla como una historia misantrópica que denuncia las vanidades de la humanidad?
Así sería de no ser por el hecho esencial en el que no se ha reparado en las discusiones sobre la influencia de Cervantes en Freud: “El coloquio de los perros” es, de hecho, una historia dentro de una historia, un relato enmarcado por la trama de una novela previa, “El casamiento engañoso”. El diálogo entre Cipión y Berganza está incrustado dentro de la trama de aquella penúltima novela ⎯otra historia oscura que presenta a las mujeres en una luz muy poco favorable⎯.[9]
“El casamiento engañoso” cuenta la historia del soldado Campuzano, quien se recupera de una enfermedad en el hospital de Valladolid, donde se encuentra con un viejo amigo llamado Peralta y le cuenta sus pesares más recientes: fue engañado para casarse con una mujer llamada Estefanía, quien se ostentaba como aristócrata acaudalada pero que resultó ser una joven embustera que lo dejó en la pobreza y le pegó una terrible sífilis que lo tenía en el hospital. Después de esta narrativa autobiográfica, Campuzano le dice a su amigo que desde su cama vio ⎯y escuchó⎯ a dos perros en conversación. Sin querer perder palabra, transcribió su diálogo en un cuaderno, y le ofrece entretener a su amigo leyéndole este extraño coloquio. Es en este punto donde el lector da vuelta a la página y se encuentra al inicio de “El coloquio de los perros”.
Como “El coloquio”, “El casamiento engañoso” gira en torno a un personaje femenino monstruoso, en este caso una mentirosa que engañó a Campuzano para casarse con él. Uno de los temas principales de la novela es la duplicidad de las mujeres: Estefanía parece ser una mujer aristócrata, rica y honrada, pero resulta ser una estafadora paupérrima y promiscua. “La mentira es todo cuando os a dicho doña Estefanía —le dice otro personaje— ni ella tiene casa, ni hacienda, ni otro vestido que el que trae puesto.” (Cervantes 436). Si Campuzano hubiera sido engañado por un hombre, habría perdido su riqueza; pero fue engañado por una mujer y perdió no sólo el dinero sino su salud. La embustera Estefanía lo dejó, como le dice a Peralta, “halleme verdaderamente hecho pelón, porque ni tenía barbas que peinar ni dineros que gastar” (Cervantes 439). La moraleja de la historia es que ⎯como en las apariencias⎯ no se puede confiar en las mujeres.
La historia de Campuzano presenta una oposición entre los efectos benéficos de la conversación masculina, por un lado, y las consecuencias devastadoras de la seducción femenina, por el otro. Al contarle sus desgracias a Peralta, Campuzano participa de una especie de “cura del habla”, un procedimiento terapéutico diseñado para complementar el tratamiento médico aplicado por el hospital. Hablar con otro hombre es una forma de terapia, pero hablar con una mujer ⎯como lo demuestra la trama de la historia⎯ puede llevarlo a uno al pabellón de los enfermos. Harry Sieber ha escrito que “Campuzano es una víctima del lenguaje” y yo añadiría que es una víctima de un tipo muy específico de lenguaje: el lenguaje femenino (Sieber 2, 32).
Cervantes presenta la conversación masculina entre Campuzano y Peralta como una historia de seducción. A lo largo de la historia, Campuzano alarga el suspenso de su narración, interrumpe su relato para anunciar que está por contar aventuras todavía más fantásticas y extravagantes. Cada interrupción aviva el interés de su amigo e incrementa su deseo de escuchar más. Este procedimiento ⎯que Harry Sieber ha descrito como un “strip tease” narrativo⎯ (Sieber 34) llega a su punto más dramático cuando Campuzano agita el manuscrito de “El coloquio de los perros” frente a los ojos incrédulos de su amigo. Peralta apenas puede contener su curiosidad y el narrador nos dice que “Todos estos preámbulos y encarecimientos que el Alférez hacía antes de contar lo que había visto, encendía el deseo de Peralta de manera que, con no menores encarecimientos, le pidió que en seguida le dijese las maravillas que le quedaban por decir” (Cervantes 440).
Como señala Sieber, hay un paralelo entre la seducción que ejerce Estefanía sobre Campuzano y la seducción que ejerce Campuzano sobre Peralta. Pero mientras que Estefanía utiliza su cuerpo para llamar la atención, Campuzano usa las palabras para “avivar el deseo de Peralta”. La rendición de Campuzano a los atractivos de Estefanía lo lleva al hospital, pero la sumisión de Peralta a las palabras de su amigo tiene efectos mucho más benéficos: al ceder a su “deseo” le es dado disfrutar de la historia de “El coloquio de los perros”. A pesar de estos trucos narrativos, el lector de las Novelas ejemplares ⎯cuyo gustó por la narrativa ha sido estimulado por las numerosas interrupciones y digresiones⎯ también termina envuelto en esta red de seducción masculina.
Así, “El casamiento engañoso” y “El coloquio de los perros” comparten varios elementos narrativos importantes: los dos son relatos de vínculos platónicos en los que dos personajes masculinos logran intimar relatando sus desgracias (cuando escucha por primera vez a los perros, Campuzano observa que hablan como “varones sabios”, e insiste así en el carácter masculino de su diálogo) (Cervantes 441); ambas historias retratan a las mujeres como embusteras, lascivas, peligrosas y mentirosas, y culpables de los traumas de los protagonistas; y distinguen entre el lenguaje masculino y el femenino: los hombres usan las palabras para participar en conversaciones edificantes, mientras que las mujeres las usan para engañar, seducir y traumatizar a los hombres. Ambas novelas narran esa forma particular de la vinculación masculina que se funda en un horror compartido por la sexualidad femenina.
Si volvemos ahora a Freud y Silberstein, podemos ver qué fue lo que atrajo a los dos adolescentes a “El coloquio de los perros”. Su correspondencia tiene mucho en común con el diálogo entre Cipión y Berganza: los dos perros se maravillan por su habilidad para hablar y usar el idioma español, así como los dos amigos que escriben con frecuencia llenos de admiración acerca de la “noble lengua castellana”; Cipión y Berganza expresan temor de ser escuchados, y Freud advirtió en repetidas ocasiones a Eduard para que mantuviera privada su correspondencia.[10]
Como los personajes masculinos de Cervantes, Freud y Eduard se enfrascan en un elaborado ritual de acercamiento masculino que gira en torno al uso del lenguaje. Éstos también utilizan el español para contar sus aventuras, aun cuando sus vidas como adolescentes sean menos mundanas que las de los soldados, licenciados y perros en el universo cervantino. Por último, los dos jóvenes comparten un rasgo decisivo con los protagonistas de “El coloquio de los perros” y “El casamiento engañoso”: sus cartas expresan una imagen predominantemente negativa de las mujeres que por momentos se manifiesta como un abierto horror ante la sexualidad femenina.
Hay muchas representaciones oscuras de las mujeres en la correspondencia de Freud y Silberstein. Ya analizamos la reacción extrema de Freud al enterarse del cortejo inocente que Eduard hacía con una joven de 16 años en Leipzig: su respuesta, la advertencia a su amigo de las terribles consecuencias de sucumbir a los encantos femeninos, puede ser vista como uno de los discursos de Campuzano. Y cuando el incipiente romance de Eduard se agrió, Freud le escribió una larga carta el 7 de marzo de 1875, que también está a tono con las novelas cortas de Cervantes. Freud analiza con todo cuidado la relación fallida de Eduard con la muchacha (ésta es sin duda una de sus primeras interpretaciones publicadas sobre los efectos psicológicos del amor), y al final culpa a la madre de la muchacha del fracaso. Su interpretación la convierte en la sagaz arquitecta de una suerte de “casamiento engañoso”.
Freud le escribe a Eduard que la madre de la joven es una “mujer sagaz” que “fomenta todas las maneras posibles como vías para desarrollar la innata y latente coquetería de esta hija de Eva de dieciséis años” alentando a que la muchacha para que engatuse a los jóvenes. “El papel que tú juegas en eso ⎯le dice a Eduard⎯ es el de una ‘señorita de ensayo’, masculini generis, de un… mozo de ensayo”, en otras palabras un peón en una elaborada estratagema en la que cualquier hombre serviría (Freud, “Cartas de juventud” 148).
La interpretación de Freud convierte a la madre de la muchacha en Celestina, una bruja alcahueta que engaña a los hombres y los hace unirse en matrimonios infelices. La Celestina es una figura tradicional de la literatura española desde el Libro del buen amor en la Edad Media, y Cervantes inventó muchos personajes, desde Cañizares hasta Estefanía, que son encarnaciones de esta mujer traicionera. Freud retrata a la madre de la joven como otra representación de esta peligrosa casamentera: una figura calculadora, maquiavélica que anda en eterna búsqueda de víctimas masculinas desprevenidas. La última mención que hace Freud de la madre de la joven ⎯en una carta del 13 de marzo de 1875⎯ resume sus opiniones de la mujer: “Si la madre realmente es lo bastante bestia para perder a la pobre niña directamente, convirtiendo la muñeca de adorno en una coqueta indecorosa, no la apoyes en su plan” (Freud, “Cartas de juventud” 152).
Pero hay un ejemplo todavía más sorprendente de la imagen negativa de las mujeres en la correspondencia entre Freud y Eduard. En una carta fechada el 22 de agosto de 1874, Freud hace una sugerencia poco común: que los dos amigos hagan un sacrificio humano para demostrar su lealtad a la Academia Española. “Una vieja superstición dice —le escribe Freud— que los cimientos de un edificio no son sólidos si no se les ha sacrificado una vida humana.” Y desde entonces Freud insiste en presentar a la Academia Española como un edificio, y pide a su amigo dar los pasos necesarios para estar seguros de que los cimientos son sólidos (Freud, “Cartas de juventud” 89-94) Jugando sugiere que “a la solidez de nuestra ae renovada y confirmada nosotros sacrificamos dos ofrendas, dos princesas o Reinas, que antes en nuestro reino han imperado” (Freud, “Cartas de juventud” 99).
El bienestar de la Academia Española requería el sacrificio de dos víctimas femeninas, probablemente dos niñas que Freud y Eduard cortejaron ⎯incluida Gisela Fluss, según sugiere Ángela Ackermann Pilári⎯.[11] Un asesinato ritual de este tipo no sólo solidificaría las bases de la Academia, sino también el vínculo platónico de los amigos, al asegurar que ninguna mujer se interpondría entre ellos. La Academia Española era una sociedad secreta a la que las mujeres sólo podían entrar como cadáveres.
Claro que dicho sacrificio era producto de la imaginación hiperactiva del joven Freud: sólo estaba jugando con las palabras en español, con tramas literarias y temas cervantinos, y no hay ningún indicio de que los dos niños buscaran activamente alguna víctima sacrificial de carne y hueso. Sin embargo, varios críticos han reparado en que Freud probablemente se sentía atraído por las Novelas ejemplares porque las tramas de Cervantes con frecuencia giraban en torno a la incapacidad de diferenciar entre la realidad y la fantasía ⎯un problema que está en el fondo de otros padecimientos psíquicos que se convirtieron en el archivo de investigaciones psicoanalíticas⎯. Y, como las historias de Cervantes, el proyecto de los dos jóvenes de hacer de las mujeres sus víctimas sacrificiales también borraba la línea entre los sucesos reales y los imaginarios. Lo que comenzó como juego podía finalmente terminar en tragedia.
Los dos jóvenes continuaron escribiéndose cartas, en español, alemán y espandeutsch, hasta pasados los 20 años. Freud le escribió la última carta a Eduard el 24 de enero de 1881, casi una década después de que los dos comenzaron su intercambio epistolar.[12] En los últimos años de su amistad, las cartas de Freud se volvieron menos románticas, menos juguetonas y menos íntimas. Uno percibe que la pasión temprana de Freud por Eduard fue dejando su lugar al interés por la investigación y el trabajo científico. Mientras su interés en el trabajo académico se volvía cada vez más serio, más se apartaba de Eduard. La división se hizo más profunda después de que Eduard decidió regresar a Rumania a trabajar en el negocio familiar, decisión que decepcionó profundamente a Freud, quien tenía grandes ambiciones intelectuales para su amigo (ya en 1878 Freud había expresado su descontento porque Eduard prefería estudiar leyes y no ciencia: “te habrías convertido en un Humboldt si la maldita jurisprudencia no hubiera desviado tus fuerzas de la contemplación de la naturaleza”, le escribió) (Freud, “Cartas de juventud” 230). Años más tarde, Freud recordó el final de su amistad de la siguiente manera: “La diferencia que comenzó a surgir entre nosotros volvió a aparecer claramente cuando yo le desaconsejé, desde Wandsbek, que se casara con una muchacha rica y boba a la que le mandaron visitar. Y luego nos distanciamos. Él se ha acostumbrado a los sacos de dinero… está dispuesto a casarse para establecerse como comerciante independiente… ésa es la historia de mi amigo Silberstein, que se convirtió en banquero, porque no le gustó la jurisprudencia.” (Freud, “Cartas de juventud” 252). Por el tono de su descripción es obvio que incluso al final de su relación Freud continuaba exhibiendo una intensa hostilidad a las novias de Eduard.[13]
En la década de 1880, después de que había terminado la amistad, Freud se convirtió en un ambicioso joven médico y estudioso, mientras que Eduard se instaló en una existencia pequeñoburguesa en Braila. Junto con su vínculo platónico, los antiguos amigos al parecer superaron a su miedo a las mujeres: Freud se casó con Martha Bernays en 1886, y Eduard con Pauline Theiler algunos años después. Pero a pesar de haberse distanciado, los destinos de los dos fundadores de la Academia Española se cruzarían de nuevo en un episodio que reavivaría sus angustias juveniles acerca de la feminidad.
Cerca de 1891, Pauline, la esposa de Eduard, comenzó a mostrar síntomas neuróticos. Éste se enteró de que Sigmund, su antiguo amigo de la infancia, era un doctor establecido en Viena, así que la envió con él para que recibiera tratamiento. Pauline viajó a Viena para conocer a Freud, quien había abierto un consultorio en el número 8 de la Maria Theresienstrasse, a unas cuadras de su futura dirección, Berggasse, 19. En este punto la historia dio un giro decididamente novelístico: el 14 de mayo de 1891, Pauline entró en el edificio de Freud acompañada de su doncella, subió los tres pisos de escaleras y halló la muerte saltando al vacío de uno de los pisos superiores. Nunca se ha podido establecer si este desafortunado incidente sucedió antes o después de su consulta (Hamilton 890).[14] El diario Neues Wiener Tagblatt informó de la muerte de Pauline:
Suicidio. Ayer cerca de las 4:30 de la tarde, una joven mujer caminó hasta una de las alas traseras de las instituciones en Maria Theresa St., donde los doctores residen para ir a su sesión de tratamiento. La paciente dejó a la muchacha que la acompañaba esperando, subió tres pisos de escaleras y se lanzó desde la balaustrada. La desafortunada mujer murió instantáneamente de una fractura de cráneo. La investigación policiaca subsecuente ha revelado que la difunta era una extranjera que buscaba tratamiento debido a un grave desorden nervioso. El acto probablemente fue producto de un momento de enajenación mental. El cuerpo será llevado en su ataúd a los Scotts (Hamilton 890).
Diecisiete años después de que los dos amigos, en broma, hayan planeado sacrificar a una mujer para asegurar la estabilidad de su relación, esta fantasía sádica se convirtió en realidad, y Pauline Silberstein fue su víctima sacrificial. Un plan que sin duda estaba reprimido de la conciencia regresó para atormentar a los dos adultos. Como demostró James Hamilton, este episodio fue tan traumático para Freud que borró cualquier referencia a Pauline Silberstein de su obra publicada o de su correspondencia privada. Este episodio debe de haber sido profundamente perturbador, en parte porque, como en su futura teorización acerca de las experiencias siniestras, borraba la distinción entre fantasía y realidad.
Varios críticos han comentado el tratamiento extremadamente negativo de la feminidad que aparece en la correspondencia entre Freud y Eduard. Grinstein observa que “las cartas de Freud indican qué tan en conflicto estaba acerca de sus propios esfuerzos heterosexuales” (232-234), mientras que William J. McGrath va más allá y argumenta que “al Freud adolescente le asustaba pensar en las relaciones sexuales heterosexuales” (86). Eissler apoya esta opinión, y escribe que “la fantasía inconsciente o el preconsciente del Freud adolescente acerca de las mujeres… decía: las mujeres son monstruos peligrosos, una especie atemorizante y cuya naturaleza fálica es obvia” (471).
Para ver cómo se relaciona esta percepción de las mujeres con las ideas tempranas de Freud acerca de la sexualidad, veamos otro episodio en su correspondencia con Eduard ⎯un episodio que no contiene romances peligrosos o literatura exótica, sino un animal poco común, la anguila, que ayudó a dar forma a las primeras ideas de Freud acerca del desarrollo sexual⎯.
Una anguila ⎯un animal hermafrodita⎯ culmina la larga lista de figuras de género ambiguo en la correspondencia entre Freud y Silberstein: ahí está el joven Freud, que parece estar más interesado en Eduard que en las niñas; ahí está Eduard, a quien se le dificulta decidir entre las niñas y Freud; y ahí están las constantes referencias a Fernán Caballero, el novelista español del siglo xix que en realidad no era “caballero”, sino una mujer llamada Cecilia Bohl de Faber, un travesti literario que es también una de las pocas mujeres consideradas como no peligrosas.[15] Como todos estos personajes, el Freud adolescente parecía estar pasando por un momento de “problema de género”, un periodo transicional en el que sus deseos, sus fantasías, su identidad sexual y su identificador de género eran ambivalentes y se encontraban en constante cambio. Como las anguilas, Freud había tenido una juventud hermafrodita ⎯aun cuando en su caso sólo se tratara de un hermafroditismo psíquico⎯.
Conclusión: el español más allá de Siberstein
De todas las lenguas que Freud hablaba con fluidez, el español ocupa un lugar aparte. El inglés y el francés eran lenguas que empleaba profesionalmente: como estudiante asistía a las clases de Charcot, dictadas en francés, y más adelante en su vida, analizó a muchos pacientes angloparlantes. Como la mayoría de los hombres educados de su tiempo, Freud también tenía un buen dominio del latín y del griego, y con frecuencia tomaba prestados términos de esas dos lenguas ⎯eros, fobia, psique⎯ para explicar sus teorías psicoanalíticas. Pero el español era distinto: Freud no leía bibliografía científica escrita en ese idioma y no lo usaba en sus artículos ni en sus libros. El lector halla una frase ocasional en inglés, francés o italiano en obras desde La interpretación de los sueños hasta el Moisés y la religión monoteísta, pero tendría que buscar mucho para encontrar alguna palabra en español.
Como es evidente por sus cartas a sus traductores y a sus lectores latinoamericanos, Freud nunca olvidó el español y conservó memorias muy gratas de sus aventuras lingüísticas de juventud hasta el final de su vida. Sin embargo, el español siempre fue una lengua privada cuyo uso estaba limitado a un único interlocutor: Eduard Silberstein. Después de que los dos amigos perdieron contacto, no tenemos indicio alguno de que Freud escribiera alguna carta o hablara en la lengua de Cervantes. Si el francés y el inglés eran lenguas profesionales, el español pertenecía al ámbito de lo lúdico. Freud afirmaría después que el pasaje de la infancia a la adultez significa una renuncia al principio de placer en favor del principio de realidad. En su caso, este pasaje tenía una dimensión lingüística: en cuanto el juego cedió su lugar al trabajo, el español cedió su lugar al inglés como su segunda lengua preferida. Si el español era el idioma del principio de placer, el inglés ganó como el idioma de la realidad.
En Ecolalias, Daniel Heller-Roazen analiza el olvido de lenguajes y la representación de esta pérdida en la literatura occidental, y apunta que Freud se refirió a esta cuestión brevemente en sus trabajos tempranos sobre la afasia (133). Pero su experiencia personal era muy distinta, ya que nunca perdió una lengua: simplemente dejó de hablar y escribir en español. En 1919, cuando el peruano Honorio Delgado, uno de los primeros latinoamericanos en mostrar interés por su trabajo, le envió una carta muy obsequiosa y algunos artículos sobre psicoanálisis que había publicado en Perú, Freud le respondió que esperaba leer algo más de su trabajo, y añadía: “Ich lese selbst Spanisch [Yo leo español]”, como para animar a que su corresponsal le escribiera en esa lengua (1989, 522-523). Delgado contestó con una carta en español que le dio gran placer a Freud: “Me da gusto —le escribió a Delgado el 22 de febrero de 1920— que cuando era joven estudié su hermosa lengua castellana para leer a Don Quijote en el original: he podido entender perfectamente, sin necesidad de diccionario, su amable carta” (1989, 529).
Freud tuvo una experiencia similar unos años después, en 1923, cuando el traductor español Luis López y Ballesteros le envió las versiones castellanas de Psicopatología de la vida cotidiana y Tres ensayos para una teoría sexual. Freud le respondió con una carta cálida en la que le agradecía al español el haber hecho una traducción tan precisa.
Siendo yo un joven estudiante —le escribió— el deseo de leer el inmortal Don Quijote en el original cervantino me llevó a aprender, sin maestros, la bella lengua castellana. Gracias a esta afición juvenil puedo ahora ⎯ya en edad avanzada⎯ comprobar el acierto de su versión española de mis obras, cuya lectura me produce siempre un vivo agrado por la correctísima interpretación de mi pensamiento y la elegancia del estilo. Me admira, sobre todo, cómo no siendo usted médico ni psiquiatra de profesión ha podido alcanzar tan absoluto y preciso dominio de una materia harto intrincada y a veces oscura.(Freud, 1923, n/p)[16]
Es interesante que Freud escribiera ambas cartas en alemán: aun cuando insistía en su habilidad conservada para leer y comprender el español. No pudo esforzarse por escribir en español para nadie más después de Eduard.
A pesar de que Freud no volvió a usar el español en su obra publicada, palabras y frases aisladas en esa lengua aparecen en su correspondencia, en especial en dos cartas a Wilhelm Fliess ⎯un hombre con quien Freud tuvo una relación tan intensa y tan apasionada como fue su amistad con Eduard⎯. [17] En una carta de 1896 dedicada a teorizar acerca del funcionamiento de la memoria, Freud hace una analogía entre un obscuro concepto legal español y el funcionamiento de la memoria: los recuerdos, escribió, van adquiriendo cargas afectivas sucesivas. “Un anacronismo persiste”, de igual manera que “en una provincia particular, los fueros están todavía en uso, estamos ante la presencia de ‘sobrevivencias’” (Masson 208), Cuatro años después Freud usó un término distinto en español para describirse como explorador del inconsciente: “Soy —le escribió a Fliess— por temperamento solamente un conquistador ⎯un aventurero si lo quieres traducir⎯ con toda la curiosidad, la audacia y la tenacidad características de un hombre de este tipo.” (Masson, 1985, p. 398). Y en una carta enviada a Romain Rolland por su cumpleaños número 70, Freud cita un poema medieval español “El Romance del Rey Moro que perdió Alhama” en el original como un ejemplo de la desrealización, la incapacidad para saber si un suceso es verdadero. Al recibir la noticia de que esta ciudad, Alhama, había caído, el rey moro mató al mensajero y quemó la carta: “Cartas le fueron venidas / que Alhama era ganada: / las cartas echo en el fuego / y al mensajero matara” (Freud, “Un trastorno de la memoria en la Acrópolis” 3333).
De las pocas palabras en español que usó Freud más adelante en su vida, parecía especialmente inclinado por “¿quién sabe?”, una expresión común para mostrar duda o incertidumbre. Con frecuencia Freud recurría a esta frase en momentos decisivos ⎯y a veces traumáticos⎯ de su vida.
En 1934, Arnold Zweig le pidió a Freud que interpretara la personalidad de Nietzsche. Freud le respondió que “uno no puede ver el interior de cualquiera a menos de que uno conozca algo acerca de su constitución sexual”, y que con Nietzsche “eso es un total enigma”. Menciona un rumor que decía que el filósofo era “un homosexual pasivo” y que “había contraído la sífilis en un burdel masculino de Italia”, pero se niega a especular y dice a su amigo: “Si eso es verdad, ¿quién sabe?” (Jones 190).
Una instancia más conmovedora tuvo lugar en 1938 cuando la ocupación nazi de Austria era inminente y Freud veía amenazada su vida. “Inevitablemente, parece que éste es el principio del fin para mí”, le escribió a Marie Bonaparte. “Será posible hallar seguridad al abrigo de la Iglesia católica?”, se pregunta, antes de exclamar: “¿Quién sabe?” (Jones 217).
Freud repitió la misma expresión algunos meses después en una carta a Ernest Jones acerca del Anschluss. Esta vez se preguntaba si la situación política ⎯y el cáncer que finalmente lo mataría⎯ le impediría terminar su libro Moisés y la religión monoteísta. El libro, escribió, “me atormenta como un fantasma inquieto”, y se preguntaba después: “Me pregunto si terminaré esta tercera parte a pesar de todas las dificultades exteriores e interiores”. Una vez más, respondía a su propia pregunta con la frase en español: “En este momento, no lo creo. Pero, ¿quién sabe?” (Jones 225).
Estos tres usos de “¿quién sabe?” son reveladores en extremo. En el primero, Freud invoca la expresión después de confesar su inhabilidad para hacer una declaración definitiva acerca de la sexualidad de Nietzsche. En la segunda y la tercera instancias, Freud la usa para expresar sus ansiedades acerca del futuro y su miedo a la muerte. En todos los casos utiliza el español para expresar incertidumbre, indeterminación y ansiedad. Freud había aprendido español durante su adolescencia, un periodo durante el que su propia subjetividad carecía aún de forma definitiva y su vida estaba llena de incertidumbres: ¿Estudiaría ciencias sociales o humanidades? ¿Le atraían más los cuerpos de las niñas o la mente de Eduard? ¿Vivía en un mundo fantástico cervantino o en el mundo real de la Austria de los Habsburgo? ¿Debía escribir en español o en alemán? Una vez que Freud entró en la adultez, todas estas ambivalencias cedieron su lugar a una identidad claramente definida: eligió un matrimonio heterosexual, una carrera en las ciencias y una adherencia resuelta al principio de realidad. Pero cada que esta identidad aparentemente inmutable se hallaba amenazada ⎯como sucedió durante el Anschluss⎯ Freud se veía obligado a recordar la psique informe de sus años adolescentes y sus asociaciones inconscientes lo llevaban de vuelta al lenguaje de su juventud y de la Academia Española. En estas instancias, Freud ⎯quien, como Edipo, quería saber y hallar respuestas para todas las preguntas⎯ no tenía otro remedio que levantar las manos y exclamar en español: “¿quién sabe?”
Hasta el uso por Freud del término español conquistador en la carta a Fliess es a fin de cuentas una expresión de ambivalencia y duda. El pasaje ha sido citado con frecuencia para probar que Freud se veía a sí mismo como un gran hombre destinado a lograr fama y gloria. Pero Freud, de hecho, recurría a esa palabra en español en un momento de duda: su carta a Fliess hace la crónica de sus ansiedades y su temor al fracaso. El pasaje completo dice:
Quizá adelante aguardan tiempos difíciles, tanto para mí como para mi práctica profesional. En general, he notado que me sobreestimas en gran medida… Porque en realidad no soy hombre de ciencia, ni observador, ni experimentador, ni pensador. Soy por temperamento solamente un conquistador ⎯un aventurero, si lo quieres traducir⎯ con toda la curiosidad, la audacia y la tenacidad características de un hombre de este tipo. Este tipo de personas con frecuencia son estimadas sólo si tienen éxito, cuando han descubierto algo; de otro modo, son lanzados por la borda. Y esto no es del todo injusto. En este momento, la suerte me ha abandonado; no descubro nada que valga la pena (Masson 398).
Al llamarse a sí mismo conquistador, Freud está en realidad exteriorizando su angustia ante el fracaso, ante no ser un verdadero hombre de ciencia y no haber realizado un descubrimiento significativo. Este episodio es, por ende, congruente con los otros momentos en los que recurre al español cuando siente duda o ansiedad.
Incluso a su avanzada edad, Freud asociaba el español con su adolescencia y con su apasionada amistad con Eduard Silberstein. El español continuó siendo un lenguaje privado vinculado a sus memorias de juventud, a sus primeras lecturas de Cervantes, a su primer amor y a sus primeros intentos de realizar investigaciones científicas. Mediante el español, Freud descubrió las Novelas ejemplares, hizo su primer amigo hombre, le dio voz a su miedo a la feminidad e incluso diseccionó anguilas. A lo largo de estas exploraciones, el español fue el idioma de la duda, la ambigüedad y la ambivalencia, la lengua de la adolescencia informe, de la indeterminación de género y la bisexualidad psíquica. Era la lengua de la inmensa intensidad afectiva: una caja de Pandora que Freud decidió no volver a abrir después de su última carta a Eduard.
Obras citadas:
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Freud, S. “Un trastorno de la memoria en la Acrópolis”, en Obras completas, vol. 3. pp. 3328-3335. 1936
—. Cartas de juventud, ed. Angela Ackermann Pilári, Gedisa, 1992.
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Masson, M. The Complete Letters of Sigmund Freud to Wilhelm Fliess, 1887-1904, comp. y trad. Jeffrey M. Masson, Harvard University Press, 1985.
McGrath, William J,. Freud’s Discovery of Psychoanalysis, Cornell University Press, 1986.
N/A. “Sigmund Freud”, Criminalia I, abril 1934, p. 160
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Vranich, S. B. “Sigmund Freud and ‘The Case History of Berganza’”, en Psychoanalytic Review 63, 1976, 73-82.
Notas al final:
[1] Freud describió esta instancia para huir de la realidad en una carta a Romain Rolland. Para una lectura perspicaz de este pasaje, véase, Susan Sugarman, Freud on the Acropolis: Reflections on a Paradoxical Response to the Real, Nueva York, Basic Books, 1998.
[2] Freud escribe acerca de “la ley de la A. E. que prescribe hacer uso y uso frecuente de la Noble Lengua Castellana,” en The Letters from Sigmund Freud to Eduard Silberstein, a partir de aquí, citada como Letters, y en la edición en español: Cartas de juventud, a partir de aquí citada como Cartas.
[3]“El coloquio de los perros” sucede en realidad en Valladolid, pero uno de sus episodios tiene lugar en Sevilla. Varios críticos han comentado este desliz de Freud. E. C. Riley apunta que “Freud ubica insistentemente a los perros en el hospital de Sevilla, no Valladolid. En ningún momento corrige su error, y es de suponerse que Silberstein tampoco se lo señaló” (Riley, 1994, p. 8).
[4] Boehlich fue el primero en sugerir que Cádiz podría referirse a Braila.
[5] Las cursivas son mías.
[6] Las cursivas son mías.
[7] En agosto de 1873 Freud escribió que palpa las cartas de Eduard antes de abrirlas para ver si mandó una fotografía (Freud, 1992,, p. 84); en enero de 1875 Freud le envió a Eduard una foto con un poema inscrito en el reverso: “Me atrevo a suponer que el placer que te dará poseerme en efigie pronto te costará tu propia cabeza. Una ‘escrita con luz, por supuesto’” (1992, p. 136); el mismo año, Freud le pide de nuevo una foto a Eduard el 11 de abril, (1992, p. 142) y el 28 de abril, bromeando que “procurar tu fotografía está encontrando tantas dificultades” (1992, p. 167); cinco meses después, en septiembre, le recuerda a Eduard que le debe una fotografía. Finalmente, en octubre 1875 ⎯después de insistir por más de dos años⎯ Freud recibe el retrato de Eduard y le puede escribir “soy muy satisfecho de tu fotografía” (1992, p. 186).
[8] En una carta fechada el 10 de enero de 1875, Freud le dice a Silberstein: “Te envío con ésta el Don Quijote, el conocido ejemplar en el que yo he leído y que por eso aprecio especialmente y del que espero que lo recibas de otra manera que si se tratara de uno nuevo, comprado por una impersonal cantidad de dinero” (Freud, 1992, p. 138). Freud leyó Don Quijote de nuevo en 1883. Le escribió una larga carta a Martha Bernays evocando su pasión por la novela. Véase, la carta de Freud a Martha fechada el 22 de agosto de 1883, The Letters of Sigmund Freud, pp. 41-44.
[9] No hay evidencia de que Freud conociera “El casamiento engañoso”, o que haya leído completo el texto del “Coloquio”. Como le dijo a Martha en una carta, leyó la historia de los perros en un libro de idiomas que nunca ha sido identificado. E. C. Riley cree que “es poco probable que aquel libro contuviera la obra completa, y no hay evidencia de que Freud lo haya leído en alguna otra parte, o de que haya leído su texto complementario, el “Casamiento engañoso”. No revela que conociera particularmente bien ni el “Coloquio”, ni alguna parte de él. Tampoco hay manera de estar seguros de que esta obra tuvo un impacto en él a un nivel un poco menos consciente (Riley, 1994, p. 9. p. 16).
[10] En un esclarecedor artículo (“The Influence of Cervantes”) Grinberg y Rodríguez (1984) han demostrado que Freud siempre consideró el español como una lengua “secreta”, y que sentía culpa por haberlo aprendido ⎯así como se sentía culpable por leer Don Quijote⎯ porque era una distracción de sus obligaciones cotidianas. Para aprender español y leer a Cervantes, explican, Freud tuvo que distraerse de sus estudios ⎯un pasatiempo que experimentó como un exceso y un desperdicio dados su origen modesto y la considerable inversión que su familia había hecho en su educación⎯.
[11] Cuando Freud dice que para renovar la Academia Española fue necesario el sacrificio de Gisela, está diciendo algo más si tomamos por un momento la Academia Española como símbolo de un horizonte intelectual y de una determinada orientación cultural. El encuentro con Gisela, la intensidad amorosa y el sacrificio de este amor tienen una significación casi de ‘primera piedra’ ⎯debajo de la que Gisela quedaría enterrada⎯ de la posterior construcción de la teoría psicoanalítica.” (Ackermann en Freud, 1992, p. 18).
[12] Freud escribió una carta más a Silberstein el 28 de abril de 1910, en respuesta a un mensaje de su amigo. Freud le escribe en un tono serio, seco ⎯la intimidad que caracterizaba su correspondencia anterior había desaparecido⎯. (Freud, 1992, pp. 248-249).
[13] Phyllis Grosskurth, comentando el final de la amistad de Freud y Silberstein, escribió: “Freud parece haberse despojado de la alegría que es evidente en su relación con su amigo a cambio de la sobria realidad del matrimonio, la pobreza y la ambición frustrada” (Grosskurth, 1991,p. 4).
[14] Varios críticos han escrito acerca de este desafortunado episodio. Walter Boehlich lo menciona en su introducción a The Letters of Sigmund Freud to Eduard Silberstein, como también Rosita Braunstein Vieyra, la nieta de Silberstein, en un pequeño texto autobiográfico incluido en el mismo volumen. El estudio más detallado es de James W. Hamilton, “Freud and the Suicide of Pauline Silberstein”, Psychoanalytic Review 89, diciembre 2002, pp. 879-909.
[15] Menciona a Fernán Caballero en las páginas 83 y 220 de las cartas.
[16] La carta original en alemán no ha sido hallada.
[17] Grinstein ha escrito acerca de las similitudes entre las dos amistades masculinas de Freud. “Lo que es sorprendente acerca de estas cartas es que los sentimientos intensos que sentía Freud para con otro hombre [Silberstein] fueran tan similares a los sentimientos para con Fliess años más tarde” (1992, pp. 232-234).
Biografía:
Rubén Gallo (Guadalajara, 1969) es una figura heterodoxa en el panorama de las letras mexicanas. Tapatío de nacimiento y neoyorquino por elección, ha publicado ensayos de historia literaria y crítica cultural que revelan los vínculos secretos de dos de las grandes figuras del siglo XX con México y América Latina — Los latinoamericanos de Proust (2016) y Freud en México: historia de un delirio (2013) — y también Máquinas de vanguardia (2014), un estudio de la pasión que los Contemporáneos y Estridentistas compartieron por las nuevas tecnologías. Con Ignacio Padilla elaboró una antología dialogada de Heterodoxos mexicanos (2006) y con Mario Vargas Llosa celebró una Conversación en Princeton (2017). Es autor de dos novelas: Teoría y práctica de La Habana (2017), un homenaje al habla popular de los cubanos, uno de los idiomas más bellos y llenos de chispa del mundo, y Muerte en La Habana (2021). Sus libros han sido reconocidos con los premios Gradiva — a la mejor obra de tema psicoanalítico — y Katherine Singer Kovacs — al mejor estudio sobre América Latina. Es miembro de la Academia de Artes y Ciencias de Estados Unidos y miembro del Consejo de Asesores del Museo Freud de Viena. Ha sido profesor visitante en la Universidad Hebrea de Jerusalén y desde 2002 es profesor de literatura en Princeton, donde ocupa la cátedra Walter S. Carpenter.
Fecha de publicación:
6 de febrero, 2023